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cerca de Calatayud, Aragón (España)
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En un castizo local de la Plaza de España de Calatayud desayunamos un poco antes de empezar a pedalear mientras comentamos lo que visitaríamos hoy. El plan era seguir el río Jalón hasta su cruce con el Canal Imperial de Aragón, a la altura de Pinseque, y a partir de ahí, continuar junto al canal hasta Zaragoza. Fácil, sin apenas desnivel, bonito y sin sorpresas. A las siete de la mañana la vida parece una peli de Disney donde todo acaba bien, el malo muere y los pobres abnegados tienen su recompensa. La realidad nos pondría en nuestro sitio a base de guantás con la mano abierta.
Salimos de Calatayud por la Plaza del Carmen y la Ronda de Campieles. A nuestra derecha dejamos la Colegiata del Santo Sepulcro, con su fachada herreriana y sus dos campanarios gemelos. Nada más cruzar la Puerta de Zaragoza, efectivamente salimos de la ciudad. No es como en Valencia, que las Torres de Serranos están en pleno centro. A nuestra izquierda contemplamos una montaña cortada y estratificada, y desde lo alto se divisa la fortaleza de Ayub. Nos adelantan varios ciclistas, así que nos quedamos algo más tranquilos. Parece que no estaremos solos por el camino y tampoco entrañará demasiados problemas.
Tras cruzar la N-234 y la traza del clausurado ferrocarril Santander-Mediterráneo, comienza lo que sin duda ha sido la experiencia del viaje. La carretera más bonita que hayamos podido disfrutar nunca. Encajonada en el estrecho y tortuoso valle del río Jalón, acercándose al agua lo suficiente para oírlo fluír. Contemplando unas montañas a ratos verdes, a ratos escarpadas y peladas, más propias de un paisaje marciano.
Además el valle es surcado multitud de veces por el trazado del ferrocarril Madrid-Barcelona. Es una delicia ver de cerca la sucesión de túneles y viaductos metálicos con sus ciento cincuenta años de historia. Nos hartamos de hacer fotos. Hay un sólo momento en que el camino te hace subir un poco, ochenta metros hasta la Peña de la Mora, para evitar un meandro del río tan estrecho que parece que ni esta carretera cabría. Aún así subimos con gusto con tal de contemplar las vistas de un paisaje tan espectacular, donde el río Ribota se une con el Jalón.
Mientras hacemos marcha pasamos por varios pueblos diminutos. Huérmeda, Embid de la Ribera, Paracuellos de la Ribera… Sin embargo, el primer lugar donde pararemos a relajarnos un poco es en Sabiñán. Acabábamos de tener la primera avería del viaje —un pinchazo— y los contratiempos, por muy tontos que sean, siempre me dejan con los nervios un poco alterados. ¡Ya ves tú, por un pinchazo! Si llego a saber lo que nos tocaría sufir a continuación, doy media vuelta a Calatayud y me voy en tren a Zaragoza.
Tomándonos un pequeño aperitivo en Sabiñán nos enteramos en la tele del fallecimiento de Lina Morgan. No deja de ser curioso que me acuerde perfectamente de dónde estaba y qué hacía cuando me enteré de la muerte de Diana de Gales, Jesús Gil o Michael Jackson. Sí, ese es el nivel. Para honrar a la mujer que mejor supo cruzar las piernas en la historia del cine español, me pasé la mitad de la mañana cantando a grito pelao la canción de «Dame Coco, Darío» de Celeste no es un color. Podréis pensar que esto es una tontá que me acabo de inventar para que digais cosas como «Hay que ver la de gilipolleces que se inventa con tal de dar la nota a la hora de escribir una crónica». Pues no. Ya me gustaría que hubiese sido mentira. ¡Vaya cuadro!
A partir de Sabiñán el valle del Jalón se ensancha y dejamos de tener la sensación de ir encajados junto al río. El paisaje empieza a perder un poco el encanto, pero la ruta sigue siendo apasionante. Obviando las variantes y los desvíos, atravesamos Morés por la carretera antigua y continuamos hasta Purroy. Si buscamos en Internet la definición de «aldea dejada de la mano de Dios» probablemente encontremos un enlace a este pueblo. Como dicen «dime de qué presumes y te diré de qué careces», en la travesía vimos un mural enorme que decía: «Purroy todo un pueblo». Todo un pueblo en el que las calles no están ni asfaltadas y la mitad de las casas amenazan ruina.
La modernidad que supone pasar por debajo del viaducto del AVE se desvanece bien pronto al contemplar las ruinas de Villanueva de Jalón. Situado en lo alto de un pequeño promontorio a tiro de piedra de la carretera, su aspecto es fantasmal y desolador, pero a la vez fascinante. Si hubiera ido con calas de montaña en vez de calas de carretera hubiera subido a explorar cada rincón de sus derruidas casas y el claustro de su expoliada iglesia. Parece increíble que tras sólo cinco décadas de abandono no queden ni las paredes. Menos épico que Belchite, pero Belchite está cerrado al paso y aquí nadie —excepto tu propia percepción del riesgo— te impide la entrada.
Morata de Jalón fue el último pueblo que atravesamos antes del desastre. Aún estoy intentando comprender como puede un barrio sobrevivir situado en la misma calle que una colosal fábrica de cemento. Cuando ya pensaba que Morata iba a ser un pueblo horrible creado a base de planes urbanísticos corruptos, me sorprendió. En especial su majestuosa plaza. Es lo bueno de ver lo peor de un lugar nada más llegar, que a medida que avanzas sólo puede mejorar tu opinión.
Ahora tocará subir un poco porque para dirigirse a la Almunia de Doña Godina debemos pasar del valle del Jalón al valle del río Grío, donde nos dejaremos llevar cuesta abajo por la N-IIa. Pero nos encontramos con una señal que dejaba las cosas claras: «Carretera cortada. Desvío por la A-2. Vehículos agrícolas y ciclomotores por pista forestal». Como entre susto y muerte —nunca mejor dicho lo de muerte— lo mejor es elegir susto, decidimos seguir adelante. La N-IIa en principio estaba expedita, pero al poco vemos a lo lejos el motivo. Estaban construyendo la presa de Mularroya. La alternativa que nos daban era un camino de tierra suelta, con pedruscos como puños en una cuesta en la que dudo que un ciclomotor suba. Andando iba a destrozar las calas, tropezar y ahostiarme. Encima de la bici iba a destrozar las cubiertas, probablemente pinchar y de postre, ahostiarme también. Así casi dos kilómetros, cagándome en todo lo cagable. Inventamos un nuevo deporte: ciclocross de alforjas.
Al llegar a la cima vimos que la pista acaba en la supuesta carretera que sustituirá a la que quedará bajo el embalse. Lo malo es que está aún por terminar. ¡Primero se desvían los servicios y después se hace la obra, es de primero de ingeniería civil! Lo sensato hubiese sido seguir andando porque bajar en bici de carretera por un camino lleno de zahorra es buscarse un problema, pero ya estaba que no atendía a razones. Quería salir de allí y quería salir ya.
Sanos y salvos, paramos a comer en la Almunia de Doña Godina. Era demasiado temprano pero necesitaba olvidar todo lo que había pasado durante la última hora. Y era un buen sitio, de estos de tostas en plan delicatessen y muchísimas tapas. Salimos de allí casi a la una de la tarde, pero sentíamos que aquello era más un almuerzo que una comida. Para llegar a Zaragoza nos quedaban sesenta kilómetros con un descenso suave, acompañando al río. Igual llegábamos antes de las cuatro y podríamos comer, pero el calor tan asfixiante que se levantó nos llevó a pasar una experiencia que nos empujó a los límites de nuestra resistencia y nuestra paciencia.
Siguiendo la A-122 atravesaremos por mitad de las instalaciones de una cantera en la que se ven vetas de una piedra gris oscura. Es la famosa piedra de Calatorao, que nos avisa que llegamos al pueblo con el nombre más auténtico de toda la comarca.
Un poquito hartos de una carretera sin apenas tráfico pero con muy pocos alicientes, al pasar por Rueda de Jalón volvemos a meternos de lleno en lo que llamo «los descubrimientos del Google Maps». Vamos a cargar bien los bidones y beber hasta reventar en la fuente de la plaza porque recorreremos cinco kilómetros que son una incógnita. Un camino tan estrecho en el que casi no cabe ni un coche siguiendo la acequia de Urrea, encajonados entre el río y una pared escarpada de casi cien metros de altura. Si viene un tractor de cara nos vamos a tener que tirar al agua para que pase.
Nos estábamos acercando a la depresión del valle del Ebro ¡y de qué manera! Pasando por Urrea de Jalón, Bardallur y Bárboles apenas lo podíamos apreciar: estabamos en la carretera y no podíamos estar pendientes. Pero pronto la abandonamos para entrar por unos caminos de la Confederación Hidrográfica. El paisaje bruscamente cambió del verde al marrón. Un sinfín de terreno baldío y pedregoso que desaparece en un corte abrupto, y ya, al fondo del horizonte, se vislumbra la otra vertiente del valle. Aún estábamos alucinados por el paisaje, propio de un desierto de Arizona cuando llegamos al Canal Imperial, justo al lado de lo que popularmente se llama «la muralla de Grisén», un acueducto que debe salvar el valle del Jalon y el propio cauce del mismo: un puente que salva una corriente de agua para llevar más agua. ¡La locura!
El pistoletazo al último tramo del día lo marca el paso por la puerta de la Pirotécnica Zaragozana. Una semana más tarde el lugar saltaría por los aires llevándose seis vidas por delante y sacudiendo las ventanas de toda la ciudad. A veces, simplemente estás en el lugar y el momento equivocado. Afortunadamente no era el caso. Para llegar a Zaragoza seguiremos el canal bordeando el aeropuerto, entre urbanizaciones de gente adinerada de esas con sus garitas de vigilantes uniformados con sus «buenos días tenga usted». A esas horas el calor, el hambre y el agotamiento nos hundió.
—¿Paramos a comer?
—Pues ya me dirás dónde. Aquí sólo hay urbanizaciones de las de ir a comprar el pan con el coche.
—¿Cuánto queda?
—Diecisiete kilómetros.
—Yo no llego.
A las tres menos cuarto pasábamos por la puerta del cementerio de Pinseque —qué profético— y paramos. Un cementerio es por definición un sitio tranquilo. De hecho, se me ocurren pocos lugares que lo sean más. Hay cipreses para estar «a la sombra» y siempre hay al menos una fuente para regar las flores que nos vendría bien porque estábamos más secos que el esparto. Además aún llevaba algo de fruta del día anterior. Era un buen momento para descansar e intentar engañar el estómago como fuera… Pero el cementerio resultó estar cerrado, sombras a las tres de la tarde, ni la de la tapia, y la fuente estaba dentro del recinto. Tres melocotones era todo lo que llevábamos. Iban a ser los diecisiete kilómetros más largos de nuestra vida.
—No puedo más.
—Venga ya, que tú siempre aguantas más que yo. En cambio, sabes que en cuanto a mí me falta un poco de comida se me va la cabeza y amago con caerme de la bici.
—En serio, ¡que no puedo más!
—¿Cómo que no puedes más? Para no poder, estás pedaleando.
—¡Al menos baja el ritmo!
—¡Si te estoy siguiendo yo!
—¡No puedo!
—¡Pues si no puedes, párate y yo me paro!
—¡Que no puedo!
—¡Pues párate!
—¡Voy a parar!
—¡Pero luego no paras, joder!*
* Habrá observado el hábil lector que no he aclarado quién es quién en todo el diálogo. Lo dejo abierto a vuestra interpretación.
Y así fue nuestra triunfal entrada en la «Muy Noble, Muy Leal, Muy Heroica, Muy Benéfica, Siempre Heroica e Inmortal» ciudad de Zaragoza. Cabreaos el uno con el otro, totalmente deshidratados, muertos de hambre y cansados hasta el punto de tener la cabeza en otro plano astral. En Miralbueno, el barrio más alejado de la mano de Dios, nos tumbamos en el césped de un parque. O mejor dicho, nos dejamos caer. Temía que pudiésemos quedarnos fritos los dos, con las bicis siendo presa fácil. Al menos a mí me entraron vahídos. Nos libró el que hubiese una fuente. Recuerdo perfectamente beber dos litros de agua (dos bidones) uno detrás de otro. A la media hora, cuando creímos haber dado suficientemente el cante, nos pusimos a buscar el hostal.
Zaragoza siempre me fascina. Visitar el Pilar, la Aljafería, cruzar el Puente de Piedra, comprar adoquines, pasear por el Paseo de Independencia, o simplemente sentarse en un banco del Parque Grande. Me da la sensación de estar en una ciudad con mucha más relevancia de la que los propios zaragozanos le puedan dar.
El papeo
¡A dormir!
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